domingo, 30 de noviembre de 2008

Pañuelos

A los 14 años Carlitos se debatía entre usar los jean acampanados y los rectos de hilo. Esteban, su hermano mayor, siempre lucia, aún fuera de la oficina, sus impecables saco y corbata. En cambio Ludmila vestía onda Pinap, hoy con camisas de colores y apretados Oxford verde agua, mañana con bambula y pachuli. Uno y otro combatían por Carlitos para sumarlo a su bando. Cada uno aportaba sus razones. Esteban argumentaba que era mejor guardar las formas que los tiempos eran difíciles, que a los jóvenes rebeldes Onganía, los pondría contra el paredón. Ludmila en cambio hablaba de un extraño movimiento, de Universidades Yanquis, de la pavorosa guerra de Vietnam, de Submarinos Amarillos y de un tal Zimmerman.

Finalmente en un avance de peón 4 dama, Ludmila obró la magia. Le regaló un hermoso pañuelo de seda, para usarlo en el cuello, el cual de ningún modo congeniaba con una corbata de la misma tela.

Muy pronto, Carlitos se independizó de pensamiento
Un mes de mayo de 1968, lo sorprendió en tercer año, donde nadie podía decir nada, pero todos leían todo. A su lectura diaria de la Biblia, agregó A Sartre, Maltus, Maharashi, Neruda , el Martín Fierro y la oración de San Francisco.
La fatalidad de la historia lo acorraló contra su pieza, adornada de Posters de Led Zeppelin, un Audinac de 50 + 50, su misa de domingo y la hambruna de Biafra. La gente se moría y él escuchaba a Deep Purple, a Lumumba lo fusilaban los belgas y él se reclamaba europeo.
La vergüenza lo hizo muchas veces volcar sus lágrimas sobre el pañuelito de raso que la tía Irma le regaló cuando cumplió los 9.

Al cumplir los 16 tomó una decisión, tomaría partido, y se fue a vivir al Chaco, a apostar por la justicia, entre Wichis y Tobas, entre fe y rebelión. Se puso a la derecha del Padre Ignacio, que hacia 40 años se había internado en el monte y hacia lo que podía, que de ser por el gobierno y la diócesis hacían muy poco.
Lograron erradicar el tifus, construyendo una humilde cisterna de agua potable, aunque la mayoría de los adultos ya tenían Chagas, los convencieron de nuevas construcciones donde la Vinchuca no anidaba.
Largos años de paz, lucha, lectura e insomnio. Cierto era que no era Francisco, ni el Che, pero al menos se sentía útil.

Una mañana de agosto del 76, las gallinas se alborotaron cuando la cisterna volaba en pedazos, un Jeep verde cruzaba la única calle de la pequeña aldea disparando su FAP por sobre los techos, con una soga arrastrando un bulto que parecía ser el padre Ignacio de no ser por las ropas quemadas y las mutilaciones. De la capilla sale la hermana Claudia con sus 70 años a cuesta. Desde el aserradero viene Carlos corriendo agitado. Un oficial alza su FAL y dispara contra la anciana monja, y hace señas de capturar al muchacho. La tropa obedece y Carlitos es cargado al MiniMug. Decenas de rostros oscuros se tapan el rostro con higiénicos pañuelos de tela blanca para evitar mojar su digna tierra colorada con lagrimas de rabia e impotencia.

Ludmila, hace más de veinte años que lo busca. Se pregunta si habrá aprendido a leer a Voltaire, a Kant, a Hegel, Husserl. O sólo se habrá arrancado el dolor con Poe, Kafka y Cardenal.

Ya no tenía importancia. Ya no estaba mamá.

Abrochó su pañuelo blanco bajo su barbilla y se fue a la plaza como todos los jueves.


1998

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