viernes, 19 de diciembre de 2008

Del 80

Alvarado siempre se había considerado como un hombre de trabajo. No estaban en él los ánimos violentos.
Un hombre afortunado en los negocios, luchando a talerasos con esa mugre de gauchos que son su peonada que aún añoran los tiempos en que no existía el alambre de púas. Pero, como todo el mundo sabe, eso no es violencia, son sólo las reglas del juego.

Le vinieron, como casi siempre, una mañana con un nuevo negocio. Fácil y redondo. Al oeste de Junín, en las tierras recién arrancadas al ranquel, un campo verde y feraz.

La toldería que la ocupaba había quedado aislada en la batalla, si así se le puede llamar al enfrentamiento de lanzas con winchesters. Sólo mujeres y niños, tres de los cuales desde sus apenas 80 cm. le mostraban su desprecio.
El capitán a quien le correspondían en la repartija, se las vendía a buen precio.

Alvarado sólo le pidió al capitán una cosa: que se haga cargo según la usanza de ese rezago.
El capitán hizo lo que se hacía. Mandó a degollar a los niños y las indias mayores. Se llevó a toda hembra que caminara para llevárselas a un cierto comerciante francés, y dejó que los pumas se encargaran del resto.

Alvarado miró con complacencia la eficiencia del capitán y pagó con creces lo acordado.
Al fin esos salvajes asesinos eran expulsados.
Y la tierra quedará en manos del progreso y la paz, como en todos lados.